Comentábamos que si fuera cierto que un corazón nace con un número predeterminado de latidos -digamos, dos mil quinientos millones- el ritmo cardiaco alargaría o acortaría la duración de una vida. Por eso un ratón, pequeño mamífero cuyo corazón debe latir muy rápido sólo para mantenerlo caliente y que tiene mucho miedo a cosas más grandes que son amenazas en su entorno «agota» su cuota en un par de años, en tanto que una tortuga puede vivir casi doscientos y un humano «promedio» podría vivir hasta ochenta.
Supongamos, sólo como experimento mental, que tal cosa es cierta. Y que vivir una emoción intensa -saltar en paracaídas, pro ejemplo- acelera tu corazón y en lugar de usar unos 3,600 latidos por hora, los usas en un sólo minuto. Entonces, relativamente ese salto en paracaídas te habrá hecho vivir sesenta minutos «normales» en apenas un minuto de caída libre. Tu vida, entonces, se habrá visto acortada en duración pero mejorada en calidad.
Tal vez por eso los niños, pequeños como son, corren, gritan, brincan y se mueven que da gusto, con un corazoncito marcando el paso muy rápido. Los adultos, más parsimónicos, nos movemos con menos rapidez y energía, pero usando un ritmo medio del corazón. Y los adultos mayores, con un paso cansino y lento, pareciera que atesoran sus latidos restantes bajando su ritmo.
En realidad, no creo en el predeterminismo de que el número de latidos medirá la duración de tu vida. Pero si me parece creíble que la intensidad de los mismos nos habla de la calidad de una vida. Por ello, de todo corazón les deseo que este 2011 que empezamos les traiga muchos momentos de latido intenso y que valgan mucho más. Porque la duración de la vida y la calidad de la misma parece que van en sentido contrario, pero son sin duda complementarias.