Semana Santa: una reflexión

Urbi et Orbi

Urbi et Orbi

Durante esta semana, los cristianos de todo el mundo recuerdan -recordamos, en realidad- la muerte y resurrección de Jesús. Es claro que como todos los hombres nació y como todos los hombres murió; lo que lo hace diferente y especial es, precisamente, que volvió a la vida y sigue vivo. Al menos, eso es lo que dice la fe de los creyentes cristianos.

Incluso, en la televisión y ahora en el cine con la película «Hijo de Dios» se recuerda con frecuencia su sacrificio en la cruz. Las interpretaciones del mismo varían de acuerdo a la visión religiosa de cada iglesia o creencia: desde si es de la misma naturaleza divina que el Padre -y por tanto, no murió- o si era un gran profeta y un hombre bueno, pero no necesariamente divino. Estos matices llevaron a la separación, por ejemplo, de la Iglesia Católica Romana de las Iglesias Ortodoxas de Bizancio. O es uno de los puntos de diferencia entre el Islam -que lo reconoce como un profeta importante, pero no divino- y el Cristianismo que lo llama divino. O la naturaleza virginal de María, que lo hace un dogma católico pero es rechazado por iglesias evangélicas que dicen que «los hermanos de Jesús» que menciona la Biblia son hermanos carnales y no parientes consanguíneos -primos o similares-.

Ahondar en lo que divide a los cristianos es perder desde la raíz el mensaje de Cristo: la paz debe llegar a los hombres de buena voluntad, que actúen en pro de los demás y a quienes los guíe el amor por su prójimo. Matar a alguien por creer distinto -y peor aún, decir que es lo que Cristo quiere- es traicionar su mensaje desde su punto más básico; pero es algo que ha abundado en los veinte siglos de cristianismo en todas sus denominaciones, en distintos momentos de la historia y en todos los territorios. Y, por supuesto, no es un fenómeno exclusivo del cristianismo, sino que de un modo u otro está presente en muchas de las religiones organizadas.

Cuando le pidieron a Jesús, precisamente en la última semana de vida que resumiera la esencia de su mensaje declaró que «amar al prójimo como a si mismo» era el mejor y mayor resumen de la voluntad divina; y dejó lo que llamó un «mandamiento nuevo»: «ámense los unos a los otros como yo los he amado». Es decir,  en términos estrictamente jurídicos, no modifica la letra de la ley, sino sienta una jurisprudencia: un ejemplo concreto y puntual de cómo debe entenderse la aplicación de la ley. No es, pues, un legislador sino un ejemplo.

Lo he dicho y lo insisto: la mayor reforma religiosa que podemos y debemos hacer a la brevedad es pequeña y simple, pero muy poderosa: debemos cambiar el acento de la palabra «amén» -así sea, acátese la voluntad divina- y ponerlo en la «A» de «ámen«. Sé que la regla ortográfica diría que no es necesario, pero el objetivo es precisamente destacar que sólo el amor cambiará al mundo, y sólo practicando el amor se puede ser auténticamente cristiano. O, para el caso, para ser un hombre de buena voluntad, independientemente de la creencia religiosa particular que se profese.

Así que esta Semana Santa digamos juntos (y actuemos) el:

«Ámen».

 
Imagen vía Tom via Compfight

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