Hace poco viví una experiencia creativa peculiar: trabajar en banda creativa. La tarea era decidir sobre un logo para una entidad de nueva creación. Se convocó a un concurso que recibió más de 75 propuestas, pero que tras revisar el cumplimiento de bases dejó 25 para el jurado. Ahora, el reto era cómo combinar la opinión de diseñadores, fotógrafos, académicos, representantes de organizaciones de la sociedad civil, autoridades del ente y otras autoridades supervisoras o complementarias del ente en cuestión; y además de las opiniones de las personas, tener en cuenta el cumplimiento de obligaciones legales, restricciones técnicas, de principios y hasta monetarias para escoger el mejor logo.
Por ejemplo: no podía utilizar colores utilizados por los partidos políticos, dos tonos abajo o dos tonos arriba (supongo que desde el Pantone base). No podía parecerse a otro logo de instituciones, organizaciones o empresas, ni ser parecido o semejante a variaciones obvias de los mismos. No debía tener más de cinco tintas en su versión impresa. No podía tener demasiados elementos de detalle, a riesgo de no poderse utilizar en Internet o en elementos pequeños -como plumas-. Debía ser igual de legible en blanco y negro, en tonos de gris, en color de 8 bits y en millones de colores. No debía ser muy rectangular a riesgo de no poderse usar, contar como logo por separado y a la vez integrarse con la tipografía… Y, por supuesto, representar los principios y valores básicos del ente. Todo esto con base en los acuerdos del jurado, no formales pero importantes.
Pues empezamos los jurados a recorrer la galería, y poco a poco se fueron decantando las opciones hasta dejar diez: este es el mismo logo que el de tal y tal grupo, pero cambiando los colores; el 8, 12, 17 y 20 son el mismo, pero con ligeras modificaciones, dejemos uno; este es demasiado empresarial, aquel es demasiado social… este parece un huevo estrellado, aquel es el de «teletón», pero a medias y agregando un elemento al corazón… En fin, que de a poco quedaron 10 opciones.
Ahí entramos a una fase de «voto anónimo ponderado»: a tu opción favorita le dabas 3 puntos, a la segunda dos, a la tercera un punto. Se sumaron los puntos de las opciones, avanzando a cinco que serían discutidas en base a sus méritos, facilidad de uso, apego a valores y principios que deberían representar… y a si nos gustaban o no. Lo curioso es que ni la opción que obtuvo más puntos ni la que tenía partidarios más convencidos, ganaron. Una se fue porque era sumamente complicada para operarse en impresos (riesgo de emplastarse o falsear los colores al hacerse una gama de diez con apenas cinco tintas), otra por su dificultad en usos digitales (muchos elementos se perdían en escalas pequeñas). Una más, la que obtuvo más puntos se usará pero en carteles -demasiado complicada para un logo cotidiano-. Otra, la que despertó el consenso de diseñadores tuvo que ceder ante las restricciones monetarias, logísiticas y de operación cotidiana (muy rectangular, riesgos de emplaste de color en pequeña escala, límites en su uso en fondos distintos al blanco…).
Total, que cuando me tocó justificar mi voto, empecé citando esta frase que a los lectores de Dichos y Bichos se les hace conocida (por ser una de mis entradas más visitadas): «Un camello es un caballo diseñado por un comité… El logo que escojamos no nos satisfacerá a todos, tendrá cosas de más… pero es lo mejor que podremos hacer de consenso». No ganó la propuesta con más votos en la etapa anónima, ni la que tuvo mejores defensores en la etapa de justificación: ganó una opción intermedia, que nos dejó satisfechos a todos, pero no felices. Eso pasa cuando se tiene que hacer creatividad en banda.
Y tú, ¿Nos puedes contar una historia de una idea magnífica que, para poder realizarse, pierde magnificencia y queda «buena» a secas…?